Testimonio de CARLOS CUELLAR

Brindado a la Comisión Nacional de Desaparición de Personas (1985)

Hicieron falta más de veinte años para que finalmente decidiera reconstruir una parte de lo vivido, dejar un testimonio no sólo para el presente sino para las próximas generaciones, para mis hijos y los hijos de tantos de los que de alguna manera fuimos protagonistas de la historia de nuestro país en la década de los setenta. No es fácil esta tarea de reconstruirse a sí mismo. Exige remover tantas oscuras telarañas. Recordar nombres y circunstancias dolorosas. Revivir horrores, puntualizarlos. Reabrir una herida que se creía ya casi inexistente.

El entorno

1977. Año terrible. Hacía ya largos meses que las tinieblas de la represión habían invadido el país y habían puesto a dura prueba las reservas de las organizaciones políticas populares y de la izquierda, de todos y cada uno de sus militantes.
Esto significaba para nosotros que, en el diario vivir, en lo cotidiano, nuestras actividades estuviesen marcadas por la ilegalidad y la clandestinidad y, en consecuencia, se vivía siempre y a toda hora bajo la amenaza de la represión.
Es cierto que todo esto tampoco era nuevo para nosotros: en los últimos tiempos del gobierno de Isabelita ya habíamos vivido un ensayo general, con el asalto a nuestros locales, secuestro, asesinato de nuestros primeros mártires y un largo etcétera de cárceles y mazmorras.

Los hechos

Con la que por entonces era mi compañera de militancia y de pareja, Lea Machado, hacia comienzos del 77 habíamos conseguido una piecita en un primer piso de una casa de inquilinato del barrio de Once, en plena zona central, en la calle Paso, a pocos metros de la avenida Rivadavia. Los dueños eran un matrimonio con una nenita. Luego sabríamos que él era suboficial de la Marina.
Cuando nos hacen bajar, lo hacen seguramente en la vereda, por el cuidado en actuar rápidamente y
De este primer interrogatorio, salgo bastante bien físicamente, ya que la demostración de fuerza del enemigo se limitó a algunas trompadas y golpes. Íntimamente quedo totalmente convencido de que entraba en una pendiente hacia el infierno y que no había forma de evitarla, por lo tanto había que intentar afrontarla con entereza y buscando desesperadamente argumentos lo más coherentes posibles para construir una historia lo más creíble que pudiera mi cabeza pergeñar a esa altura. Sabía que a mi favor tenía el hecho de, que salvo un "Boletín Informativo" que había sacado el Partido en la clandestinidad y un viejo folleto de Trotsky, editado también por el Partido en el 68, titulado "España, última advertencia", no había nada que implicara una militancia organizada. En contra, la pistola 22 que, había comprado legalmente algunos años atrás. Y sobre todo un pequeño papel doblado en mil partes, con un maldito listado telefónico en clave de contactos obreros de la zona Oeste que había pasado en limpio esa misma noche.
Me dejaron tirado en el piso, en la antecámara de una sala, adonde tuve que escuchar el interrogatorio de Lea, es decir, escuchar sus gritos, ya que, a pesar de mi esfuerzo, no logré descifrar nada de lo que decía. No sé cuanto duraría: sé que fue interminable.

Fui penosamente reinventando una historia ajena que era muy cercana a la verdad pero en la que no había más direcciones ni lugares de reunión que los que yo ya sabía que habían caído: por ejemplo la casa de un dirigente del Partido, Ernesto González, en la calle Artigas y la de un compañero que trabajaba en Chrysler, Rolando Astarita, que había estado chupado hacía unos meses de su casa en Ramos Mejía. Los nombres que iba dando eran también los de la superficie legal y ya públicamente reconocidos, o de los dirigentes que yo sabía que no se encontraban en el país, como Aldo Casas, que estaba en Venezuela. Así también "revelé" que hacíamos reuniones con Nora Sciappone (ex candidata a la vicepresidencia en las últimas elecciones nacionales), en los bosques del Autódromo, en medio de fantasmagóricos picnics. Les dije también que hacía unos meses y, estando yo trabajando allí, el Ejército había allanado los talleres donde se imprimía Avanzada Socialista, en el barrio de Pompeya; de allí surgió una serie de nombres que, lógicamente, ellos ya conocían. Aparte, este episodio, que saqué de mi propia historia personal, sirvió para argumentar más o menos creíblemente mi alejamiento de la militancia. En medio de mi relato, por supuesto que la picana no dejaba de funcionar y dichas informaciones no iban saliendo más que después de duros intentos por no decir ni siquiera esa historia que iba construyendo con mucha dificultad.

El traslado

No sé cuánto tiempo pasaría hasta que vinieron a buscarme y me metieran nuevamente en el baúl de un auto. Después de un viaje de unos quince minutos el auto ingresó a un lugar muy grande, con los ruidos propios de un garaje: portones que se corrían y también motores de autos.
Me bajaron y me llevaron a los empujones hasta una escalera hacia un sótano con un olor muy particular y penetrante a desinfectante. Lo primero que me doy cuenta es que allí también habían llevado a Lea: nos dan los números que serían nuestra nueva identidad. Equivocarse no era admitido y allí mismo nos lo demuestran, exigiendo brutalmente que nos identificásemos. Lea pasó a ser F97 y yo F96.

La leonera

Era una especie de depósito de desechos humanos, adonde no se sabía qué era peor, si la situación de los que estaban allí o si la tétrica perspectiva de ser llamado para las largas sesiones de tortura.
Allí pasé un período terrible de delirio, en el límite de la semiinconsciencia y la pérdida de la noción del tiempo. Mis recuerdos de ese período que duró supongo un par de días son muy borrosos, incluso el de un segundo interrogatorio, que aparece casi benigno, con preguntas políticas y con un interrogador que termina la sesión con un: "mirame, y espero que si me encontrás en la calle te acordés de mí"; luego una sed espantosa y la recomendación absoluta de no tomar agua so pena de provocar un paro cardíaco: "a vos te dieron máquina, no podés tomar agua, porque te vas".
Unos días más y fui trasladado a una celda donde me tocaría compartir penurias con un compañero de la organización Poder Obrero.

Un ejercicio de supervivencia

Los días en las celdas ya fueron un poco mejores que el amontonamiento y la locura de la leonera.
Un recuerdo inolvidable de esos primeros días será la melodía de "El cóndor pasa", cantada por una voz maravillosa. Incluso a veces me pareció que eran dos las chicas que la entonaban. Otro episodio que todavía hoy recuerdo con asombro es que al poco tiempo de estar yo allí, me di cuenta de que los carceleros permitían que las parejas compartieran el calabozo. Inmediatamente me di a la tarea de conseguir lo mismo. Infructuosamente, hasta que un carcelero que tenía toda la pinta de ser un suboficial del interior, ante mi insistencia, me dijo: "la F97 ya no está más, salió en libertad hace unos días". Luego me enteraría de que no mentía: Lea fue liberada luego de una semana, aproximadamente.
Con Carlos, que así se llamaba mi compañero de celda, compartimos un par de semanas en las cuales hicimos intercambio de las experiencias que cada uno había estado viviendo en esas mazmorras. Él estaba muy golpeado y tenía la carne al vivo en la zona de la columna, a la altura de la cintura, producto de los golpes que daba su cuerpo al caer sobre la mesada después de las descargas eléctricas a que era sometido. Además, Carlos, que era un chico de aproximadamente 20 años, estaba quebrado moralmente porque no había logrado resistir la tortura y lo habían sacado con un comando a marcar lugares. No soportaba la idea de que hubiera compañeros presos por su culpa.

Un último interrogatorio

Me llevaron a una piecita y allí, por primera vez, pude sentarme en una silla. Tuve que repetir la totalidad de la historia que les había ido contando fragmentada en los anteriores interrogatorios. Esta vez alguien iba tomando nota de mis palabras y transcribiéndolas con una ruidosa máquina de escribir.
Supongo que tenían una carpeta con mis antecedentes ya que las preguntas no eran al azar, sino que se referían a hechos que ya sabían.
Yo sabía que allí se estaba decidiendo buena parte de mi destino y traté de repetir hasta con las mismas palabras la lección que había aprendido y dicho y rehecho tantas veces en mi cabeza: internalizar esa historia había sido uno de los ejercicios que me había obsesionado en todos esos días, tanto que a veces ya no sabía distinguir lo verdadero de lo falso.
Creo que fue esa noche en que me soñé libre y comiendo un riquísimo plato de locro cordobés.

El sueño de la libertad

Creo que al par de días después de este interrogatorio, un guardia que supongo que debía ser uno de los detenidos ayudantes, entra en el calabozo y me dice: ¿Te dijeron que te vas en libertad? Ese anuncio que me pareció increíble y a la vez maravilloso, contradictoriamente, me llenó de zozobra.
El sábado 23 de abril de 1977 a eso de la una de la noche, abren la puerta del calabozo y me llaman.
Recorro por última vez los pasillos, rehago la escalera fatídica que con tanta dificultad y zozobra había descendido hacía más de un mes; ya arriba, un oficial me hace sacar las cadenas de los tobillos, me entregan una camisa, un par de zapatones negros y hasta unos pesos para mi vuelta. Me asombro yo mismo cuando me escucho pedirles casi automáticamente mis lentes. Me responden que allí no había nada de eso. Después de todo, era lógico, ¿a quién carajo le podía servir un par de anteojos allí, en el reino de las tinieblas? Recibo una última recomendación: "Ahora te vamos a dejar en libertad. Cuando salgas, no le tenés que contar a nadie lo que viviste y viste. Hacé de cuenta que todo fue un sueño que no existió. Y tené cuidado de lo que hacés porque si llegás a volver por aquí, no vas a salir más."
Ese taxi era como un salvavidas y en la situación en que estaba, decidí jugarme e improvisé una historia (que también tenía mucho de verdad, desde luego), para que el taxista comprendiera que yo estaba sin documentos y que tenía que evitar las zonas donde hubiese posibilidad de cerrojos u operativos de control de la cana. En eso estábamos, cuando llegamos a Plaza Congreso, que reconocí de inmediato. Le dije que yo me bajaba allí y que desde allí ya sabía cómo hacer para viajar en colectivo.
Así llegué a casa, creo que serían eso de las cuatro y media o cinco de la mañana. Me encontraría con mi madre y la alegría de saber que hasta allí no había llegado la represión. Por una de esas raras casualidades del destino, una ex compañera del Partido y de pareja de San Nicolás, sin saber nada de mi suerte, había venido a visitarme, a reencontrarme después de una larga etapa en la que no nos habíamos vuelto a ver, y naturalmente se había llegado a la casa de mi madre. Fue un reencuentro hermoso que no olvidaré nunca, entre otras cosas porque ella, después de tantas peripecias, separaciones y reencuentros, sigue siendo mi compañera de vida y es también la madre de mis dos hijos.

Casi veinte kilos de menos, algunos dolores, hambre, urgencia por saber qué había pasado con mis compañeros y la sensación de haber nacido de nuevo.
Unos meses después, partíamos rumbo al Viejo Continente.


CARLOS CUELLAR
Sobreviviente del CCD "Club Atlético"
Miembro de la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos


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