Capitulo I

Scarlett O’Hara no era bella, pero los hombres no solían darse cuenta de ello hasta que se sentían ya cautivos de su embrujo, como les sucedía a los gemelos Tarleton. En su rostro contrastaban acusadamente las delicadas facciones de su madre, una aristócrata de la costa, de familia francesa, con las toscas de su padre, un rozagante irlandés. Pero era el suyo, con todo, un semblante atractivo, de barbilla puntiaguda y de anchos pómulos. Sus ojos eran de un verde pálido, sin mezcla de castaño, sombreados por negras y rígidas pestañas, levemente curvadas en las puntas. Sobre ellos, unas negras y espesas cejas, sesgadas hacia arriba, cortaban con tímida y oblicua línea el blanco magnolia de su cutis, ese cutis tan apreciado por las meridionales y que tan celosamente resguardan del cálido sol de Georgia con sombreros, velos y mitones.

Sentada con Stuart y Brent Tarleton a la fresca sombra del porche de Tara, la plantación de su padre, aquella mañana de abril de 1861, la joven ofrecía una imagen linda y atrayente. Su vestido nuevo de floreado organdí verde extendía como un oleaje sus doce varas de tela sobre los aros del miriñaque y armonizaba perfectamente con las chinelas de tafilete verde que su padre le había traído poco antes de Atlanta.

El vestido se ajustaba maravillosamente a su talle, el más esbelto de los tres condados, y el ceñido corsé mostraba un busto muy bien desarrollado para sus dieciséis años. Pero ni el recato de sus extendidas faldas, ni la seriedad con que su cabello estaba suavemente recogido en un moño, ni el gesto apacible de sus blancas manitas que reposaban en el regazo conseguían encubrir su personalidad. Los ojos verdes en la cara de expresión afectadamente dulce eran traviesos, voluntariosos, ansiosos de vida, en franca oposición con su correcto porte. Los modales le habían sido impuestos por las amables amonestaciones y la severa disciplina de su madre; pero los ojos eran completamente suyos. A sus dos lados, los gemelos, recostados cómodamente en sus butacas, reían y charlaban. El sol los hacía parpadear al reflejarse en los cristales de sus gafas, y ellos cruzaban al desgaire sus fuertes, largas y musculosas piernas de jinetes, calzadas con botas hasta la rodilla. De diecinueve años de edad y rozando los dos metros de estatura, de sólida osamenta y fuertes músculos, rostros curtidos por el sol, cabellos de un color rojizo oscuro y ojos alegres y altivos, vestidos con idénticas chaquetas azules y calzones color mostaza, eran tan parecidos como dos balas de algodón.

Fuera, los rayos del sol poniente dibujaban en el patio surcos oblicuos bañando de luz los árboles, que resaltaban cual sólidas masas de blancos capullos sobre el fondo de verde césped. Los caballos de los gemelos estaban amarrados en la carretera; eran animales grandes, jaros como el cabello de sus dueños, y entre sus patas se debatía la nerviosa traílla de enjutos perros de caza que acompañaban a Stuart y a Brent adondequiera que fuesen. Un poco más lejos, como corresponde a un aristócrata, un perro de lujo, de pelaje moteado, esperaba pacientemente tumbado con el hocico entre las patas a que los muchachos volvieran a casa a cenar

Entre los perros, los caballos y los gemelos hay una relación más profunda que la de su constante camaradería. Todos ellos son animales sanos, irreflexivos y jóvenes; zalameros, garbosos y alegres los muchachos, briosos como los caballos que montan, briosos y arriesgados, pero también de suave temple para aquellos que saben manejarlos.

Aunque nacidos en la cómoda vida de la plantación, atendidos a cuerpo de rey desde su infancia, los rostros de los que están en el porche no son ni débiles ni afeminados. Tienen el vigor y la viveza de la gente del campo que ha pasado toda su vida al raso y se ha preocupado muy poco de las tonterías de los libros. La vida es aún nueva en la Georgia del Norte, condado de Clayton, y un tanto ruda como lo es también en Augusta, Savannah y Charleston. Los de las provincias del Sur, más viejas y sedentarias, miran por encima del hombro a los georgianos de las tierras altas; pero allí, en Georgia del Norte, no avergonzaba la falta de esas sutilezas de una educación clásica, con tal de que un hombre fuera diestro en las cosas que importaban.

Y las cosas que importaban eran cultivar buen algodón, montar bien a caballo, ser buen cazador, bailar con agilidad, cortejar a las damas con elegancia y aguantar la bebida como un caballero. Los gemelos sobresalían en estas habilidades, y eran igualmente obtusos en su notoria incapacidad para aprender cualquier cosa contenida entre las tapas de un libro. Su familia poseía más dinero, más caballos, más esclavos que otra ninguna del condado, pero los muchachos tenían menos retórica que la mayoría de los vecinos más pobres de la región.

Ésta era la razón de que Stuart y Brent estuvieran haraganeando en el porche de Tara en aquella tarde de abril. Acababan de ser expulsados de la Universidad de Georgia (la cuarta universidad que los expulsaba en dos años), y sus dos hermanos mayores, Tom y Boyd, habían vuelto a casa con ellos por haberse negado a permanecer en una institución donde los gemelos no eran bien recibidos. Stuart y Brent, consideraban su última expulsión como una broma deliciosa, y Scarlett, que no había abierto con gusto un libro desde que saliera, un año antes, de la academia femenina de Fayetteville, lo encontraba tan divertido como ellos.

—Ya sé que ni a Tom ni a vosotros dos os importa que os hayan expulsado —dijo—. Pero ¿qué me decís de Boyd? Está decidido a instruirse, y vosotros le habéis hecho salir de las universidades de Virginia, de Alabama y de Carolina del Sur, y ahora de la de Georgia. A ese paso no acabará nunca.

—¡Oh! Puede estudiar leyes en el despacho del juez Parmalee, en Fayetteville —contestó Brent despreocupadamente—. Además, no importa gran cosa. Hubiéramos tenido que volver a casa de todos modos antes de fin de curso.

—¿Por qué?

—¡La guerra, tonta! La guerra va a estallar el día menos pensado, y no imaginarás que ninguno de nosotros va a seguir en el colegio mientras dure la guerra, ¿verdad?

—Ya sabéis que no va a haber guerra —replicó Scarlett, enojada—. Nadie habla de otra cosa. Ashley Wilkes y su padre dijeron a papá la semana pasada precisamente que nuestros delegados en Washington llegarían a… A un acuerdo amistoso con el señor Lincoln sobre la Confederación. Y, además, los yanquis nos tienen demasiado miedo para luchar. No habrá guerra alguna, y ya estoy harta de oír hablar de eso.

—¿Que no va a haber guerra? —protestaron con indignación los gemelos, como si se sintieran defraudados—.
—¡Claro que habrá guerra, querida! —dijo Stuart—. Los yanquis pueden tenernos mucho miedo; pero, después de ver la forma en que el general Beauregard los arrojó anteayer de Fort Sumter, tendrán que luchar o quedarán ante el mundo entero como unos cobardes. Si la Confederación…

Scarlett hizo un gesto de enfado e impaciencia.

—Si nombráis la guerra una sola vez más, me meto en casa y cierro la puerta. Nunca he estado en mi vida tan harta de una palabra como de ésta de Secesión. Papá habla de guerra mañana, tarde y noche, y todos los señores que vienen a verle se exaltan hablando de Fort Sumter, Estados, derechos y de Abraham Lincoln, hasta que me ponen tan nerviosa que de buena gana me echaría a llorar. Ese es también el tema de conversación de los muchachos que no saben hablar de otra cosa; de eso y de su Milicia. No ha habido diversiones esta primavera porque los chicos no saben hablar de otra cosa. Me alegro infinito de que Georgia esperase a que pasaran las Navidades para separarse, pues de lo contrario nos hubiera estropeado las reuniones de Pascuas. Si volvéis a decir una palabra de la guerra, me meto en casa [...]

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